Carlos Skliar, investigador del Área Educación de la FLACSO Argentina, analiza el tiempo presente y reflexiona sobre las imposiciones ejercidas sobre la niñez.
Publicado el 19 de Septiembre de 2020, por La Capital.
La pandemia transformó en excepcional lo cotidiano y dejó en evidencia como nunca las deudas pendientes. Carlos Skliar aceptó el desafío de pensar el tiempo presente y se aventuró a desmenuzar el fenómeno, en un claro llamado al encuentro y como una reivindicación de los gestos colectivos.
Investigador, docente y escritor, Skliar es reconocido internacionalmente por sus aportes pedagógicos, filosóficos y literarios al campo de la educación. En diálogo con La Capital reflexiona sobre algunos de los pensamientos compartidos durante la pandemia, la excepcionalidad del tiempo presente y su impacto sobre las infancias y el campo educativo. Para Skliar, es de suma importancia que la niñez recupere su infancia en favor de la humanidad y lanza un alerta sobre las imposiciones que la acechan: “Las niñas y los niños ya no tienen esa experiencia de un tiempo liberado de la ocupación constante, de la exigencia de rendimiento, de la atención focalizada. Se impone el lenguaje avasallador de las imágenes, el reclamo para no perder el tiempo en cosas inútiles, la cada vez más temprana y urgente presión de prepararse para el futuro”.
A lo largo de su análisis subraya la importancia del espacio escolar y el rol de los educadores. Dice que “educar y aprender se hace con todo el cuerpo y con todos los sentidos” y sostiene que lo que no podrá faltar en el regreso a las aulas es una buena conversación sobre lo vivido.
—Durante gran parte de la cuarentena hiciste el ciclo “Conversaciones entre cualesquiera”, generando un espacio colectivo como una forma de acompañarse. ¿Faltan en los tiempos que corren más espacios y gestos colectivos?
—El efecto de esas conversaciones fueron inesperadas para mí porque nacieron de una pregunta honesta, abierta, incluso tímida, y de una necesidad expresada en voz alta frente al congelamiento que provocó inicialmente la pandemia: ¿qué puedo hacer?, ¿qué podemos hacer?, ¿podremos encontrarnos? Esas preguntas encontraron un eco inmediato y masivo: gente del país, de la región y de más allá empezamos a convocarnos cada lunes para sostenernos en una conversación esencial y urgente. El ciclo estuvo a mi cargo pero en realidad la complicidad fue creciendo entre muchas personas. De lunes a lunes recibía cartas, textos, poemas, confesiones, dolores y búsquedas de sentido a lo que estaba ocurriendo, y yo tomaba la palabra en nombre de todos esos mensajes. Mis palabras dejaban de ser mías para pasar a ser un lenguaje común y colectivo. En breve vamos a dar a conocer un blog donde se expondrá todo el material reunido en esas conversaciones y que va a reflejar lo que ocurrió en esos encuentros “entre cualesquiera”. No importaba quien, de dónde, cómo o por qué participaba, porque la idea era crear un espacio y un gesto común para escucharse, atenderse, cuidarse, darse compañía, intentar el ejercicio del pensamiento, leer y escribir.
—También escribiste el libro “Mientras respiramos (en la incertidumbre)”. ¿Son reflexiones de un tiempo excepcional?
—El libro se compone de textos escritos durante la pandemia a modo de diario, y de otros anteriores que aluden a la sensación de una época destructiva, de un estado de descuido y de desprotección. Una suerte de presagio sobre la debilidad en la que nos encontramos si no cuidamos al mundo y si no nos cuidamos de él. El libro incluye tres formas de expresión: ensayos, murmuraciones y excepcionalidades. Es una escritura que nace de escuchar las experiencias de desasosiego, de incertidumbre y de perplejidad, y mi reacción a todo ello dando cabida no solo a mi punto de vista, siempre insuficiente, sino a las experiencias de los otros y las otras, expresadas en carne viva, a las que sumo unas pocas referencias filosóficas y literarias de mi pensamiento sobre estos momentos. La escritura también necesitó de la expresión artística, por eso es un libro ilustrado por Geraldine Schroeder. Creo que este libro ha sido hasta ahora mi escritura más reactiva y de algún modo más transparente. ¿Cómo no escribir a partir de los testimonios de las condiciones solitarias, confinadas, distanciadas? En ese sentido creo que cuando el mundo se desmorona, solo nos queda aferrarnos al carácter de excepcionalidad de nuestras vidas singulares, puestas en común, en comunidad.
—Siguiendo con la idea de lo excepcional, te llevo al espacio de la virtualidad donde forzosamente los chicos tuvieron que desplazarse para continuar con el ciclo escolar (algunos con más herramientas, otros con muy pocas). Un espacio desprovisto de emocionalidad y donde el vínculo es más difícil de sostener. ¿Es posible el aprendizaje sin esa afectividad, sin ese contacto que está presente en el compartir de las aulas?
—Las escuelas no son únicamente laboratorios experimentales de enseñanza-aprendizaje, aunque se pretenda solo eso a través de los medios y recursos que fueran. El presente se trata de un espacio y un tiempo distinto a cualquier otro que haya existido. Vivimos en una época que se proclama como la sociedad del conocimiento, donde el mundo crea ambientes de aprendizaje en cualquier lugar y a toda hora, por eso existe la ilusión de que se accede a la información prescindiendo de la escuela y de los educadores. No me parece en absoluto que esto sea posible.
Aún reduciendo las escuelas a esa relación simplificada, lo más significativo, lo que se recordará con el paso del tiempo, es su carácter público, su composición múltiple, la esencialidad de la figura del educador. También la experiencia de la igualdad y la diferencia. No se trata solo de temas y tareas sino de conversaciones y acciones que se realizan en común, formas de presencia y de existencia que permiten que los estudiantes sientan la potencia de otros mundos y otras vidas distintas a las que provienen de su origen. Y todo ello se realiza bajo el cuidado, la compañía, el afecto. Se enseña y se aprende porque algo llama la atención, porque algo ha sido mostrado, señalado, indicado y puesto en común, porque algo se vuelve asunto interesante y posible de afectarnos.
—Hay un estatus quo global (antes y durante la pandemia) signado por las desigualdades, la voracidad de algunos y la vulnerabilidad de muchos. En ese escenario, ¿qué lugar le toca a la infancia?
—Lo dije y lo diré incansablemente, con intensa preocupación y dolor: la niñez, en esta época de aceleración, conocimiento lucrativo, consumo y carencia, desplazamiento de la conversación en nombre de la comunicación y la conectividad, pierde la posibilidad de “hacer y hacerse infancia”. Esto quiere decir que las niñas y los niños ya no tienen esa experiencia de un tiempo liberado de la ocupación constante, de la exigencia de rendimiento, de la atención focalizada. Se impone el lenguaje avasallador de las imágenes, el reclamo para no perder el tiempo en cosas inútiles, la cada vez más temprana presión de prepararse para el futuro. Por supuesto que primero está la niñez hambrienta, miserable, la niñez a la intemperie. Junto con la necesidad de buscar verdaderas soluciones a estos problemas, también hay que dar infancia a la niñez, darles la posibilidad de vivir y no solo de sobrevivir o de tener que “ganarse” la vida como si hubieran nacido ya perdedores. Comida, salud, vivienda, vestimenta, juego, narración, filosofía, arte en general, el quitarlos de la división horrenda entre utilidad/inutilidad y de carencia/abundancia. Todo esto formaría parte de una misma política para que la niñez tenga infancia. Y la humanidad también.
—En el libro hay un apartado que considera especialmente el relato de los niños sobre este tiempo. Hay una reivindicación de las voces de la infancia. ¿Se escucha poco a los niños y niñas?
—Creo que hay que escuchar mucho más, por supuesto, y hacerlo en un lenguaje que no sea solo jurídico o técnico. Me parece que la clave de la cuestión está en la conversación, es decir, en qué hacemos con lo que escuchamos, que preguntas valen la pena sostener y qué cambiamos a partir de escuchar a las niñas y los niños. Cuando un niño escribe en un cuaderno que durante estos meses aprendió a extrañar, cuando una niña apostada en una ventana dice que el mundo sigue pero su vida no, cuando un niño ciego siente que todos allí afuera se han muerto: ¿son apenas frases sueltas, testimonios que se toman como anécdotas provisorias, frases enunciadas desde los márgenes que nos pueden provocar alegría o dolor y que enseguida se olvidan?, ¿O son el centro mismo del lenguaje educativo?, ¿Su punto de partida? Escuchar a las niñas y los niños no tiene que ver con descubrir un pensamiento ingenuo o una lengua precaria. Muy por el contrario y sin idealizarlas ni romantizarlas, son las voces que deberían rehacer nuestro lenguaje y nuestro hacer educativo.
—Cuando se habla sobre la vuelta a la escuela algunos ponen el acento en los contenidos que se deberán recuperar y otros en priorizar la dimensión emocional de los niños y niñas. ¿Qué no puede faltar en el regreso a las aulas?
—Me da la sensación que lo que no podrá estar ausente es el deseo renovado de encuentro y una larga conversación sobre lo que fue vivido como extraño y singular durante todo este tiempo, junto con lo que hemos extrañado, lo que sentimos como falta o como pérdida. Lo extraño y el extrañar. Olvidar esta conversación o evitarla sería como repetir una absurda “habitualidad” y eludir un gesto educativo fundamental: el ir contra la normalidad, justamente, el enseñar aquello que decía Pessoa en cuanto a que somos excepciones a una regla que no existe. Porque creo que después de estos meses aciagos, y más allá de los protocolos necesarios, la necesidad de reencuentro debería ser también la necesidad de reinvención de ese tiempo-lugar al que llamamos escuela. Seguramente costará mucho navegar con la falta de corporalidad o de proximidad, es cierto que habrá dificultades para que los educadores retomemos nuestros estilos más espontáneos de enseñanza y que todo parecerá, en un principio, un mal cuento futurista impuesto en el presente; pero también es cierto que sin las presencias al gesto de educar le falta algo de su esencialidad. Enseñar y aprender, aún por separado como intenté decir antes, son acciones ilimitadas y no restrictivas, se hacen con todo el cuerpo, con todos los sentidos, estando aquí y ahora, haciendo cosas juntos, atentos a los efectos y a los afectos.
—¿En este presente se está produciendo algún aprendizaje?
—Por supuesto que sí, pero el aprender no es instantáneo, no procede de la inmediatez de una enseñanza sino de un acontecimiento que demora en “darse cuenta”. Aprender es “darse cuenta” y por eso es fundamental dar un tiempo y un lugar para que eso ocurra, prestando mucha atención a la escena que se nos plantea entre la experiencia igualitaria y de algún modo emancipadora, y las exigencias de rendimiento en educación. De cómo se desate ese nudo tenso podremos saber si algo se aprende o no. Pero tengo conmigo algunas intuiciones: quizá aprendimos en conjunto algo de la generosidad y de la mezquindad, de la solidaridad y del egoísmo, de la necesaria presencia del Estado, del papel de la ciencia, de la responsabilidad o no en la palabra, de las contingencias y de la finitud, de sabernos frágiles desde siempre y para siempre, del sentido y sinsentido del presente, de lo trascendente y lo banal. Y además, que educar tiene que ver con cuidar al mundo para que no se acabe, pero también de cuidarnos de ciertos aspectos del mundo para no extinguirnos nosotros mismos.
Fuente: https://www.flacso.org.ar/noticias/la-ninez-pierde-la-posibilidad-de-hacerse-infancia/ consultada el 30/10/2020